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¿Por qué soy como soy? ¿Para qué vivimos? ¿Cuál es la razón del sufrimiento y de la muerte? ¿Por qué las relaciones interpersonales se convierten tan fácilmente en conflictivas en lugar de ser pacíficas y solidarias? ¿Por qué no es posible un mundo feliz y en armonía? Si has tenido alguna duda existencial a lo largo de tu vida, sigue leyendo para conocer más sobre ellas.

Cualquiera de nosotros poseemos al nacer unas facultades cognitivas muy elementales que no nos permiten tener conciencia de nosotros mismos ni comprender el mundo que nos rodea. Las primeras impresiones con las que vamos configurando “nuestro mundo” son las que proporcionan las personas que nos cuidan (padres, familiares, tutores, etc.), que tienden a ser agradables y placenteras y constituyen los fundamentos sobre los que se van generando unas expectativas de futuro.

 

La aparición de la duda existencial

Para algunas personas llega un momento en su vida en el que descubren que el mundo es algo más de lo que conocían hasta entonces y que la vida no es tan agradable como aparentaba ser, toman conciencia de sus propias carencias y debilidades, descubren que su posición en este mundo no encaja con las expectativas que se habían creado, que los conflictos personales y el sufrimiento se convierten en algo demasiado habitual, y que existe un final de la vida incierto e irremediable.

Estas reflexiones van abonando el terreno para que florezcan las dudas existenciales anteriormente mencionadas. Si estas cuestiones no son resueltas emerge la llamada ¨duda existencial”, definida aquí como un estado mental que se caracteriza por una falta de serenidad en el ánimo, desasosiego, desazón y un incesante sentimiento aflictivo.

La persona que está inquieta no tiene paz interior, su mundo se reduce a lo que le preocupa, y si la inquietud es intensa, puede llevarle a cuestionarse la validez de las referencias que sustentaban hasta ese momento su existencia. Es a partir de ese momento cuando la desorientación y la angustia hacen acto de presencia, aparece ante ella la fragilidad y vulnerabilidad de “su mundo” y descubre su propia debilidad e indefensión.

La respuesta de algunas personas ante esta duda existencial consiste en adoptar una actitud pasiva de resignación, aceptando que el mundo en que están es el único a su alcance y tratan de vivirlo de la mejor forma posible.

Pero otras no comparten esa solución y buscan “otro mundo” como estrategia para enfrentarse a la angustia que produce la duda existencial o al sufrimiento sobrevenido, un mundo más acorde a sus necesidades y expectativas. Sienten la necesidad de mirar a su entorno de otra forma, de fijarse en otros aspectos que antes no apreciaban y descubrir que existen otras formas de enfocar su vida. El filósofo francés Michel Foucault lo define así:

“Hay momentos en la vida en los que la cuestión de si se puede pensar distinto de cómo se piensa y percibir distinto de cómo se ve es indispensable para seguir contemplando o reflexionando.”

¿Qué nos sugieren los filósofos griegos?

Ante esta situación de duda existencial podríamos buscar respuestas en el entorno que nos rodea, pero si tuviéramos la oportunidad de consultar todas las obras de los grandes maestros donde se contempla el saber humano sobre este asunto, comprobaríamos que existe una enorme gama de respuestas diferentes que varían según la época y la cultura analizada.

Actualmente es fácil advertir que conceptos como el sentido de la vida, la creación del mundo y su finalidad, la existencia del sufrimiento y la muerte, etc., son cuestiones nada pacíficas y sobre las que existen multitud de teorías y planteamientos, tanto científicos como filosóficos y religiosos. Uno de los planteamientos más pragmáticos nos lo muestra una escuela filosófica de la antigua Grecia, que ya aconsejaba en su día el camino para afrontar la duda existencial:

“Un conocimiento completo y exacto de las grandes cuestiones que preocupan al hombre es imposible o sumamente difícil de adquirir en esta vida pero el no examinar por todos los medios posibles lo que se dice sobre ellas, o el desistir de hacerlo, antes de haberse cansado de considerarlas bajo todos los puntos de vista, es propio del hombre muy cobarde, porque lo que se debe conseguir con respecto a dichas cuestiones es una de estas cosas:

a) Aprender o descubrir por uno mismo qué es lo que hay en ellas, y si esto no es posible.

b) Tomar al menos la tradición humana mejor y más difícil de rebatir y, embarcándose en ella como una balsa, arriesgarse a realizar la travesía de la vida, si es que no se puede hacer con mayor seguridad y menos peligro en navío más firme, como por ejemplo, una revelación de la divinidad.”

 

Si analizamos con detenimiento este sabio consejo llegaremos a las siguientes conclusiones:

  1. Si admitimos que “un conocimiento completo y exacto de las grandes cuestiones que preocupan al hombre es imposible o sumamente difícil de adquirir en esta vida”, deberíamos aceptar que no podemos conocer de forma incuestionable asuntos como la esencia y finalidad del ser humano, el concepto de la vida y la muerte, la existencia de Dios, la creación del Universo, etc., por lo que es más aconsejable centrarnos en las inquietudes que sí están a nuestro alcance, esto es, las de nuestra cotidianidad, en cuestiones del tipo: ¿cómo cambiar mi forma de ser?, ¿qué actitud tener frente a los problemas?, ¿cómo relacionarme mejor con las personas?, ¿cómo alcanzar la posición y la función que me gustaría tener en el grupo social al que pertenezco?, etc., y dejar las grandes cuestiones metafísicas en manos de la filosofía y la religión.
  2. Para ello nos proponen “aprender o descubrir por uno mismo lo que hay en ellas”. En este aspecto, salvo aquellas personas que poseen una gran inteligencia y son autosuficientes, al resto de los humanos nos es muy difícil o casi imposible conseguirlo por nosotros mismos sin el apoyo de una fuente de conocimientos que nos oriente y nos guíe en el camino hacía el objetivo de afrontar con eficacia nuestras inquietudes.
  3. Para este objetivo nos aconsejan “tomar al menos la tradición humana mejor y más difícil de rebatir”. Este consejo nos lleva a preguntarnos: ¿existe algún sistema o fuente de conocimiento válido que pueda servirnos de referencia y de guía para lograr la armonía entre la persona y su entorno vital de forma que pueda dar un sentido atractivo y satisfactorio a nuestra existencia?

Atendiendo a esta última cuestión, podríamos preguntarnos:

¿Puede la Psicología ser esa fuente de conocimientos?

 Utilizando la expresión de los filósofos griegos: ¿puede ser la Psicología el “navío firme en el que arriesgarse a realizar la travesía de la vida?” Si para afrontar la duda existencial centrada en la dimensión de la vida cotidiana es condición necesaria (aunque no suficiente) lograr el equilibrio y la armonía entre la persona y su entorno, ¿no es la Psicología la que proporciona directamente el conocimiento de uno mismo y es mediadora en el conocimiento del entorno, dando así coherencia a la relación persona-entorno?

Sin perjuicio de la existencia de otras fuentes de conocimiento que puedan dar explicación a esta duda existencial, un enfoque científico de la Psicología es una fuente de conocimiento válida para explicar la realidad de nuestro propio yo psicológico y de sus relaciones con el entorno, ya que dispone de modelos que están fundamentados en normas y criterios consistentes y validados mediante métodos científicos y que son capaces de interpretar los fenómenos mentales a través del conocimiento empírico.

Con todo esto, podemos considerarlos aptos para tomarlos como referencia y explicar en base a ellos las situaciones y circunstancias que nos afectan en nuestra vida cotidiana.

 

De la duda existencial a la identidad

Igualmente, es la Psicología la que nos muestra el camino para alcanzar el objetivo de “construirse uno a sí mismo”, de crearse una identidad psicológica que nos permita relacionarnos con éxito con el entorno para alcanzar el equilibrio y la armonía con él y dotar así de un sentido a nuestra vida que la haga lo más agradable y satisfactoria posible.

La tarea de construir un Yo cuyas características las define uno mismo constituye un paso crucial en la formación del sentido de la vida de cada persona, pues se trata de “crear” al sujeto que vivirá este sentido. La gran trascendencia de esta labor nos la señala el filósofo francés Michel de Montaigne que definía la vida como “la más brillante pieza maestra del hombre”.

De la misma forma que un escultor va esculpiendo sobre un bloque de piedra la imagen que él ha diseñado y la va moldeando poco a poco a su gusto hasta convertirla en obra de arte, la persona debe diseñar un Yo con las características que le gustaría tener, las que considera más adecuadas, creando así, paso a paso, una identidad psicológica de la que se sienta orgullosa y satisfecha (como si fuera una obra de arte).

El conocimiento de sus capacidades y la posibilidad de usarlas, buscando para ello el entorno y ambientes adecuados, constituyen los pilares fundamentales para configurar su particular “parcela del mundo” y establecer el escenario adecuado para diseñar un proyecto de vida, con sus oportunidades y amenazas, sus riesgos y sus logros y, al mismo tiempo, con las alegrías y los sufrimientos que le acompañarán en el camino.

Para cumplir este objetivo es aconsejable adquirir una forma de pensar independiente, esto es, libre de las influencias ideológicas y culturales de la sociedad a la que se pertenece, y adoptar un conjunto de valores apropiados que mantengan la integridad de esta identidad elegida. En esta línea se expresaba también el psicólogo alemán Erich Fromm (1950):

“Las manifestaciones vitales tienen que tener su origen en el propio ser. Sólo teniendo en cuenta que la vida humana y el crecimiento psíquico obedecen a sus propias leyes, tendrá el hombre una vivencia auténtica de sí mismo y vivirá auténticamente, pues es autor, artífice, sujeto de su humanidad. Si se rechaza de entrada esta opción por una vida auténtica, aparecen las disfunciones y el sufrimiento: el aburrimiento, la falta de imaginación, la depresión, el vacío interior, el desaliento.”

Y por último, si estamos inmersos en un estado de duda existencial, no deberíamos afrontarlo de forma pasiva o resignada, sino pensar que puede encontrarse apoyo en los conocimientos de la Psicología y, sobre todo, hacerlo cuanto antes, pues el tiempo que transcurre ya no vuelve. Así nos lo recuerda el sabio chino Yang Zhu (400 a.C.):

“Cien años es el límite máximo de la vida de una persona. Tanto la infancia como la vejez se llevan la mitad del tiempo. Del resto, el descanso nocturno y diurno se lleva otra vez la mitad. En la escasa docena de años que quedan, ¿cuánto tiempo es realmente feliz y está libre de preocupaciones? ¡Ni siquiera una sola hora! Pero, entonces, ¿para qué vive el hombre?, ¿qué le hace feliz? Casi todos responden: ¡belleza, riqueza, música y mujeres! Pero cuan pocas son las veces que esto es suficiente. La mayoría desperdicia su tiempo inútilmente tratando de perseguir vacíos y efímeros honores o incluso la superflua gloria póstuma. De esta manera desperdician los años más felices y no pueden vivir ni un solo instante sin inhibiciones.”

 

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