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En mi artículo anterior señalaba que interpretamos y juzgamos los sucesos y las situaciones a que estos dan lugar sirviéndonos de nuestros criterios y valores, esto es, configuramos la realidad “a nuestra imagen y semejanza” y en virtud de ella elegimos la conducta a seguir.  Pero ¿por qué actuamos de la forma en que lo hacemos? ¿Pensamos antes de actuar? ¿Qué instrucciones seguimos para tomar una decisión? ¿Basamos todo en nuestras interpretaciones o tenemos en cuenta las de los demás?

En condiciones normales, salvo actos reflejos o impulsivos, las personas no actuamos porque sí, sin más, lo hacemos después de un proceso de razonamiento cuya misión es procesar la información relativa al suceso para asignarle un significado (interpretación) y elegir la respuesta adecuada al mismo (conducta).

Ahora bien, el razonamiento (al igual que cualquier proceso mecánico o electrónico) requiere de una serie de instrucciones que se agrupan en una especie de “programa mental” que dirige todo el proceso. Por tanto, la cuestión que nos interesa resolver es: ¿cuál es la fuente de la que emanan las instrucciones del “programa mental” que utilizamos para interpretar los sucesos y elegir una respuesta a los mismos?

Estas instrucciones no son innatas, las aprendemos básicamente a través de las relaciones con el entorno social (salvo que vivamos aislados en algún lugar recóndito) y la fuente principal de la que emanan son las normas sociales: leyes, principios éticos y morales, costumbres, modas, etc.

Estas normas constituyen los ejes o sistemas de referencia que servirán de guía para formar nuestro particular programa de instrucciones, pues contienen ideas, valores, creencias, propósitos, motivaciones, etc. y tienen su origen principalmente en la política, la religión, la filosofía o en ciertas ideologías.

 

Elección de las nuevas instrucciones

Una cuestión interesante que deberíamos plantearnos es averiguar si nuestro programa mental es el apropiado para mantener unas relaciones ecuánimes y armoniosas con el entorno en que vivimos, especialmente con las personas con las que nos relacionamos, y para ello tenemos que analizar nuestra conducta en las situaciones habituales de la vida cotidiana y preguntarnos:

  1. ¿Suelo interpretar los hechos y las situaciones cotidianas correctamente, o tengo que cambiar mi interpretación con frecuencia al contrastarla con la de otras personas?
  2. En el supuesto que la interpretación sea la correcta, ¿me comporto adecuadamente en tales situaciones o suelo recibir reprobaciones por mi conducta?

 

Si el resultado de nuestra actuación no nos satisface, o es rechazada, criticada o  reprochada por los demás, es muy probable que nuestras instrucciones no sean las adecuadas, lo que implicaría el tener que hacer un cambio en las mismas. En este caso, habría que buscar unas nuevas que permitiesen relacionarnos con ecuanimidad y armonía con nuestro entorno.

Aunque es evidente que la elección de las nuevas instrucciones es un proceso que atañe a cada persona en concreto, ya que depende de sus características particulares y del entorno en el que vive, el principal problema al que tenemos que enfrentarnos todos es la dificultad para establecer un conjunto de instrucciones particulares y que, a su vez, sean compatibles con el sistema de normas de referencia imperante en la sociedad en que vivimos, pues la convivencia entre personas con distintos programas mentales no siempre es pacífica.

Habitualmente nos enfrentamos en nuestra vida cotidiana a multitud de situaciones a las que tenemos que dar un significado que nos ayude a construir nuestra “realidad” sobre las mismas y nos oriente en nuestra actuación ante ellas, y si lo hacemos mediante unas instrucciones distintas a las de otras personas que también forman parte de la misma situación (pareja, hijos, amigos, compañeros de trabajo, vecinos, etc.).

Probablemente surgirán las diferencias, y con ellas el conflicto, pues es difícil la coincidencia en todos los aspectos implicados.

Este planteamiento obliga a distinguir dos dimensiones distintas en el programa mental:

  1. Dimensión personal: se considera algo bueno, correcto y adecuado cuando es coherente con el criterio de la persona, basado en sus conocimientos, creencias, experiencias, vivencias y propósitos, o bien, cuando aporta alguna ventaja a su “estatus vital”; y malo, incorrecto e inadecuado cuando se aleja de este criterio o supone una desventaja o perjuicio para ella.
  2. Dimensión social: el criterio a seguir es impuesto por el grupo dominante que marca las normas de convivencia del mismo y, en virtud de ellas, se califica una conducta como buena o mala, correcta o incorrecta y adecuada o inadecuada.

 

 

 

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Cuando ambas dimensiones resultan incompatibles en una misma persona (pensamos que algo es bueno pero sabemos que es contrario a las normas) suele generar desequilibrios psicológicos (los llamados «problemas de conciencia») y, probablemente, conflictividad en las relaciones entre los miembros del grupo.

Un ejemplo que se da con frecuencia en nuestros días es el del concepto de justicia: el que un acto concreto sea considerado justo o no, depende del criterio elegido para calificarlo, personal o social, por ello no es de extrañar que una persona entienda por justo algo distinto a otra si utilizan criterios distintos.

Para evitar estos conflictos no deberíamos adoptar sin más las normas que establezcan los distintos organismos encargados de crearlas: políticos, religiosos, asociaciones diversas, etc., lo que realmente nos interesa es configurar un programa mental que se acople a nuestras necesidades y objetivos teniendo en cuenta el entorno en el que vivimos, y no el que otros intenten introducirnos para conseguir objetivos ajenos a los nuestros. Para ayudarnos en esta misión propongo seguir las instrucciones que indicaba Descartes a la hora de establecer su método (el método cartesiano):

“Cuestionar las opiniones carentes de todo sentido y que, sin embargo, interiorizamos como si se tratara de auténtico elemento vital de nuestro espíritu.

Dejar de considerar como incuestionable el sistema de jerarquizaciones sociales en el que estamos inmersos.

Dejar de aceptar las explicaciones que consagran la aparente veracidad y con naturalidad de nuestras costumbres, ritos, lenguas o sistemas de parentesco y, correlativamente, el carácter “bárbaro” y antinatural de los que nos son ajenos.

Dejar de postrarse como papanatas ante aquellas afirmaciones de los eruditos que nuestro propio espíritu no haya tenido ocasión de contrastar.”

Este consejo nos lleva a no adoptar ciegamente los “constructos humanos” e ideologías definidas por los sistemas de referencia imperantes, sino que hay que reflexionar sobre ellos, sobre su validez y eficacia. Saber discernir entre lo correcto y lo incorrecto de los mismos.

Tipos de programas mentales

En virtud de este planteamiento cabe preguntarnos: ¿cómo debería ser nuestro programa mental para que pueda encajar en estas directrices?

Para ello debemos fijarnos en dos factores básicos, la rigidez y la variabilidad de las instrucciones, y en base a ellos pueden diferenciarse dos tipos:

a) Programa rígido y uniforme.– Las instrucciones de este programa son rígidas, no se pueden alterar y se mantienen uniformes a lo largo del tiempo si no existe ningún motivo que las perturbe. Un ejemplo son las ideologías o creencias rígidas que conducen a grupos cerrados. En este sistema la persona seguirá la instrucciones marcadas por una única fuente de información que se manifiesta continuamente a través de los canales que la amparan (periódicos, radio, televisión, internet, etc.). Las conductas basadas en él manifiestan una tendencia a producirse en un sentido ya determinado previamente y son muy difíciles de cambiar, para ello se necesita un gran esfuerzo y una motivación intensa (las creencias y hábitos arraigados son difíciles de eliminar). Este sistema puede ser atractivo a determinadas personas, pues simplifica enormemente la tarea de tomar decisiones y elegir respuestas, ya que están definidas en el patrón común (esta situación puede observarse en determinados grupos religiosos o políticos).

El inconveniente es que no tiene en cuenta que en un mundo dinámico como el nuestro cambia la persona, cambia el entorno y cambian las circunstancias, sin embargo la interpretación de los sucesos y el patrón de conducta en este sistema se mantienen invariantes, utilizando interpretaciones de sucesos pasados para juzgar nuevos sucesos y provocando la misma respuesta que ya se utilizó en el pasado cuando eran circunstancias distintas.

Por tanto, la conducta humana no puede estar orientada exclusivamente por un sistema rígido, pues de ser así sería determinista y, en consecuencia, predecible, algo que ya está demostrado que no ocurre.

b) Programa flexible y variable.– El inconveniente anterior podría resolverse mediante un programa que admita un cierto grado de variabilidad en las instrucciones y flexibilidad en su aplicación. Si la persona y el entorno cambian constantemente, no puede considerarse apropiado el que una persona se comporte guiado por un programa rígido. No supone ninguna ventaja, pues está en contradicción con la naturaleza de la mente humana que está preparada para adaptarse al cambio continuo impuesto por el entorno. Así, es fácil observar que en nuestra vida cotidiana ocurren sucesos, bien provenientes del entorno (fenómenos naturales, accidentes, etc.) o bien de otros miembros del grupo, que generan cambios relevantes que afectan a nuestra forma habitual de entender y vivir nuestra cotidianidad y ante los que necesitamos directrices adecuadas a la situación en el mismo momento en que se produzcan.

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Conclusión

El programa mental ideal debería basarse en una combinación de los dos tipos de instrucciones: rígidas y variables, de forma que determinadas instrucciones, sobre todo las referentes a valores y creencias sobre cuestiones trascendentales: salud física, vínculos familiares, convivencia social, cuidado del medio ambiente, etc., serán constantes durante toda la vida y formarán un marco rígido que sería complementado con otras instrucciones más flexibles que operarían en virtud de las circunstancias, del momento y del lugar.

A la hora de fijar qué instrucciones de cada tipo escoger para esta combinación hay que tener en cuenta el contexto social en el que vivimos, pero sin dejarnos “hipnotizar” y caer en las redes que extienden los grupos sociales dominantes en su provecho.

Un programa rígido, basado exclusivamente en los patrones que emanan del grupo social dominante, tiene la ventaja de que otorga seguridad a la persona al evitar conflictos en sus relaciones con el resto del grupo (puede verse en las sociedades tradicionales de la India, donde las leyes de la casta a la cual se pertenece por el nacimiento indican cómo se debe resolver todo problema que surja en la propia existencia);

Pero también tiene el inconveniente de impedirle su desarrollo hacia una individualidad libre, capaz de crear y autorrealizarse, de ejercer su capacidad de razonamiento y de crítica, reconociendo su identidad personal tan sólo mediante su participación en el grupo, en la comunidad social, política o religiosa, y no en virtud de su carácter de ser humano individual. El filósofo cordobés Séneca el Joven ya le aconsejaba en este sentido a su hermano Galión:

“Todos los hombres, hermano Galión, quieren vivir felices, pero tienen los ojos nublados para descubrir qué hace posible la felicidad.

Nada, sin embargo, necesita ser más enfatizado que la advertencia de no seguir, como un rebaño, a la multitud que nos precede, recorriendo el camino por el que todos van y no por el que debemos ir.

Nada entorpece más que acomodarse a los rumores de la gente, pensando que lo mejor es lo que hace la mayoría e imitar las conductas de moda. Así, desde luego, no vivimos racionalmente, sino de un modo superficial.

De ahí que sea nocivo mimetizarse con los que van delante, pues supone preferir ser crédulos a juzgar por nosotros mismos.”

Serendipia Psicología

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